Confesiones de una lectora de Julio Ramón Ribeyro
“Ribeyro acompañó desde su anonimato a la inmensa familia
de los vencidos”
Seis preguntas sobre Julio Ramón Ribeyro a la crítica
colombiana Galia Ospina, autora de Julio
Ramón Ribeyro, una ilusión tentada por el fracaso, de pronta aparición en
Lima
La lectura de Julio Ramón Ribeyro se mezcla con una serie
de experiencias personales de la crítica colombiana. El resultado: un vínculo
poderoso con el universo del escritor, que por momentos parece una larga y
compleja epístola dirigida a su fervorosa lectora.
¿Por qué le interesa la obra de Julio Ramón Ribeyro?
Porque está en íntima relación con el signo dramático del
deseo. Ribeyro, como él mismo dijo de Flaubert, “supo expresar a través de un
personaje y una situación concreta una de las constantes de la naturaleza
humana: el divorcio entre nuestra noción ideal del mundo y la realidad”. Algunos
críticos han definido la literatura de
Julio Ramón Ribeyro como una literatura de la desesperanza, pero el registro
que alcanzan sus cuentos es muy amplio e impide diagnosticar la realidad bajo
un rótulo y un estanco. Los personajes de Ribeyro viven situaciones
desesperadas, son atravesados por realidades brutales y enajenantes, pero no se
abandonan, no capitulan, pues están aferrados a la vida. En medio de las
circunstancias más terribles, sueñan, imaginan, creen. A Ribeyro podría
atribuírsele lo que él mismo escribió acerca de Flaubert: “…que de su obra, que
podría definirse como una teoría del desengaño, puede deducirse una filosofía
de la ilusión”.
¿Cómo conoció / leyó a Ribeyro?
En la clase de Hispanoamericana
que dictaba por ese entonces el profesor Luis Fernando Afanador. Recuerdo que
una tarde nos leyó la prosa apátrida en la cual Julio Ramón Ribeyro sobrevive a
una noche atroz en el hospital gracias a la visión sostenida de una hoja verde
en el claustro arbolado. “Pequeñísima, translúcida, recortada contra el cielo,
milagrosa hoja verde”. Esa imagen ha quedado resonando en mí como una poderosa
afirmación de la vida en medio del desamparo y la enfermedad.
¿Cuál cree qué es el rasgo central o más relevante de sus cuentos?
Ribeyro acompañó desde su anonimato a la inmensa familia
de los vencidos. En un bar concurrido su mirada se extraviaba hacia los
solitarios que no han sido invitados al festín de la vida. Julio Ramón sabía
que la modernidad residía en la visión del escritor, en la forma nueva y
creativa de atrapar la realidad. Se puede llegar a escribir algo modernísimo en
el lenguaje del siglo XIX o utilizando todas las técnicas vanguardistas se
puede caer en el anquilosamiento, en la pesadez. La escritura es una indagación
constante en las posibilidades del lenguaje, no el estancamiento en determinada
técnica que detrás de sus espejismos sólo esconde la vaciedad del contenido.
Hay una anécdota de Julio Torri que podría ilustrar lo anterior: es la historia
“del escritor que se pasó la vida, toda su larga vida, trabajando las formas
para crear un estilo que impactara al mundo; y cuando llegó a tenerlo no tenía
nada para decir con él”.
Detrás de la austeridad y limpieza del lenguaje existe
una grieta, que divide la ilusión del plano de su cumplimiento y realización.
En un lenguaje en que se distingue la influencia del tono de los cuentistas del
siglo XIX, Ribeyro revela a un hombre profundamente moderno, roto, desamparado,
en un territorio que adquiere las dimensiones de un desierto.
Se dice que Ribeyro es un clásico. ¿Está de acuerdo con esa afirmación?
Ribeyro fue un escritor que marchó en contra de la
corriente. Frente a los escritores que preferían el virtuosismo técnico y los
giros sorprendentes, Julio Ramón Ribeyro se empecinó aún con más convicción en
seguir a sus maestros: Stendhal, Chejov, Balzac. Nunca dejó de lado el talento,
el temperamento y la autenticidad. Son cualidades que sobreviven más allá del
tiempo y el espacio.
¿Piensa que hubiera merecido ser parte del llamado boom, aunque el boom era
ciertamente un fenómeno mayormente adscrito a la novela?
Es curioso que siendo Ribeyro el iniciador de la
literatura urbana de nuestro tiempo, de la de Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce
o Miguel Gutiérrez, haya sido ignorado en la lista de los que fueron
incorporados al llamado “Boom latinoamericano”. La palabra reduccionismo tuvo una marcada resonancia dentro del boom, pues se favoreció a los escritores
que habían tenido más difusión, apelando a un criterio estrictamente
cuantitativo. Lo anterior guarda una íntima relación con el crecimiento
demográfico que se produjo en América Latina después de la crisis de 1930.
Después de la posguerra se incrementó la industria y hubo un gran auge de los
medios masivos. Los escritores que pertenecieron al boom comenzaron a ser integrados al sistema y a las leyes del
mercado, profesionalizando el oficio de creador.
Ribeyro siempre prefirió estar al margen de la publicidad.
La soledad y el anonimato eran dos condiciones primordiales para sentir la
libertad de escribir. En esos momentos privilegiados él era el dueño absoluto,
nadie podía darle órdenes ni invadir su espacio. Ante sus ojos se levantaba la
página en blanco para aventurarse, combatir, buscar el lugar exacto de la
palabra que hará resonar una frase. Este oficio solitario está muy lejos de
toda ambición de reconocimiento, de celebridad, de influencia o de prestigio.
Ribeyro desconfiaba del estrépito público que extendía entre el escritor
célebre y su mundo una cortina de compromisos, de congresos literarios, de
entrevistas, que colocan al escritor en una especie de Olimpo que le impide
establecer una relación inmediata con la persona que pasa, con los pequeños
detalles que sólo se perciben si el hombre es capaz de detenerse amorosamente
en la realidad.
¿Cómo nació la idea de escribir este libro sobre Julio Ramón Ribeyro?
Es una historia bella y dolorosa que podría convertirse
en una novela. Antes de mi libro sufrí
mi primera y gran decepción amorosa. Como mecanismo de evasión viajé a un
pueblo muy frío de Colombia. Allí fui la intrusa, la extranjera. Entre envidias
y miradas hostiles di unos talleres para niños. Poco a poco me fui debilitando
y en un lago me picó un insecto que transmitía la erisipela. Mi hermano Lucas
me recogió y me llevó de vuelta a casa. Me operaron sin anestesia para evitar
que se me gangrenara la pierna. Fue mi primera derrota. No quería volver a la
universidad aunque sólo me quedaba un semestre y la sustentación de mi trabajo
de tesis de grado de la carrera de Literatura en la Universidad Javeriana. Durante
mi convalecencia recibí la visita de mi profesor Mario Mendoza. Llegó a mi casa
en bicicleta con un ramo de rosas rojas y una caja de chocolates. Muy serio me
dijo que sólo yo podría escribir ese libro sobre Julio Ramón Ribeyro porque
había experimentado la ilusión y el fracaso en mi sangre y en mi piel. Durante
dos años me entregué con devoción al escritor peruano y me dejé cautivar por su
escritura hasta llegar a unir mi voz a la suya. Él me susurraba párrafos
enteros y yo los transcribía con fidelidad sintiendo las palabras que me regaló
mi profesor Mario Mendoza el día de mi sustentación de tesis: “Creo que, como
Silvio, y como el propio Ribeyro, al final de este trabajo usted ha dibujado
las cicatrices de su rostro. Muy bien, pues como decía alguien, lo que más nos
hiere como hombres es lo que más nos nutre como artistas”.
Escribí mi tesis de grado como un libro dedicado a mi
madre y a Julio Ramón Ribeyro, quien se convirtió en el origen de mi vocación
literaria. Luego, mi madre fotógrafa Viki Ospina fue invitada al Perú por su
amigo alemán Peter Shaefer. Aproveché para entregarle el manuscrito que durante
dos años me mantuvo cautiva en mi habitación, para que se lo hiciera llegar a
un familiar del fallecido Ribeyro. Al poco tiempo de arribar a Lima, se dedicó
a realizar las pesquisas necesarias para dar con el paradero de algún familiar
del escritor peruano. Una amiga escultora le facilitó el teléfono de Juan
Antonio, el hermano de Ribeyro. Coincidentemente, esa mañana había visto dos
volúmenes del libro Cartas a Juan Antonio
en la vitrina de una discreta librería limeña. No dejó de sorprenderle la
íntima semejanza entre el rostro de Julio Ramón y la foto de Juan Antonio que
aparecía en ambas portadas. Ese día marcó el número. “Buenas tardes. ¿Podría
por favor hablar con Juan Antonio?”, dijo con la voz entrecortada por la
emoción. Al otro lado de la línea, una voz amable y firme le respondió: “Juan
Antonio murió, pero yo soy Lucy, su esposa”. “Lo siento mucho, no lo sabía. Me
llamo Viki y mi hija es una ferviente admiradora de Ribeyro. Ha escrito un
trabajo sobre él. Me encargó especialmente que te lo regalara”.
Concertaron verse después del día siguiente. Al otro día,
Viki tenía una cita en una galería en el barrio de Miraflores para mostrar su
trabajo fotográfico. Llegó una hora antes, y para aprovechar la hermosa tarde,
recorrió las calles con su inseparable cámara colgada al cuello, su mirada de
lince y sus manos de seda. Las bellas casas miraflorinas llamaron poderosamente
su atención: los jardines cerrados, las ventanas teatinas, las fachadas
marcadas por el inexorable paso del tiempo. Después de contemplar varias
mansiones, se detuvo frente a una enorme casa con los muros pintados de rosa y
dos palmeras a la entrada, Una ventana blanca lucía altiva y solemne en el
centro de la fachada. Las escaleras representaban el ingreso a los altos
balcones y al ático que invitaba a contemplar el cielo. La atmósfera evocadora
la llevó de inmediato a los parajes de una villa italiana. Tomó varias fotos: a
los costados, adelante, atrás; seleccionando detalles de las ventanas y los
balcones. Su espontánea alegría la animaba a obturar el botón de la cámara, una
y otra vez. Al siguiente día acudió muy puntual a la cita con Lucy de Ribeyro.
Se quedó estupefacta al llegar a la Avenida 28 de julio en el barrio de
Miraflores. La casa rosada que la había impresionado el día anterior
correspondía exactamente a la mansión donde vivía Lucy.Hablaron toda la tarde.
Lucy le mostró el cuarto que compartieron Julio y Juan Antonio, junto al
memorable espejo que inspiró el relato El
ropero, los viejos y la muerte. El cuento Tristes querellas de la vieja quinta estuvo también inspirado en
episodios de la vida real.
Recuerdo de una visita a Lima. En el clásico Bar Juanito, de Barranco. De izquierda a derecha: Galia Ospina Villalba, Gonzalo de la Puente Ribeyro, Miguel Santa María Iglesias y Juan Ramón Ribeyro.
Las páginas de mi libro fueron escritas con alegría,
silencio y dolor. Muchas veces me sentí tentada a renunciar, pero al volver a
leer el diario del escritor, reencontré la fuerza perdida y la paciencia para
seguir escribiendo una frase y después la otra, con humildad y lentitud. Para
publicar mi libro toqué algunas puertas. Fui rechazada en dos ocasiones. Me
dijeron que mi obra no tenía salida comercial y que el ensayo había dejado de
ser un género rentable. Desesperanzada, acudí al fondo editorial de la
Universidad Jorge Tadeo Lozano donde trabajo actualmente como profesora de
escritura creativa y fui escuchada por el editor Alfonso Velasco Rojas, quien
hizo realidad la publicación de mi libro Julio
Ramón Ribeyro: una ilusión tentada por el fracaso en el año 2016. El Lanzamiento
de mi obra tuvo lugar en el Convenio Andrés Bello en Bogotá con la presencia de
la diplomacia limeña. El alcalde de Miraflores me invitó a Lima y mi familia me
colaboró con los gastos del tiquete. Conocí a la familia Ribeyro. Juan Ramón,
el hijo de Lucy y Juan Antonio, presentó mi libro en la Municipalidad de
Miraflores. Sentí que estaba viviendo lo que una vez imaginé. Un día antes de
mi regreso a Bogotá la familia Ribeyro me agasajó con el mejor homenaje que he
recibido en mi vida: una invitación al apartamento de Julio Ramón Ribeyro en
Barranco. Gonzalo de la Puente Ribeyro compró un ejemplar de mi libro para que
se lo dedicara a Julio Ramón Ribeyro. Recuerdo que lo tomé entre mis manos y le
escribí desde la terraza frente al mar. Supe que él me escuchaba porque entre
nosotros el tiempo sería siempre un instante duradero. Gonzalo ubicó mi libro
en la biblioteca personal de Ribeyro junto a sus clásicos predilectos del siglo
XIX. Después Juan Ramón leyó mi dedicatoria en voz alta y Mercedes, Esteban
Manuel, Miguel Santa María Iglesias y Gonzalo se sumaron al brindis confesándome
que en sólo doce días había pasado a ser parte de la familia Ribeyro (Alonso Rabí do Carmo).
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