VOCACIONES INÚTILES / Renato Cisneros
Reflexiones de un escritor sobre
la vocación literaria, la discutida autoficción y la escritura de sus novelas.
Fotos: Cortesía de Editorial Planeta.
«Las certezas y
respuestas en el ámbito de la literatura», decía Julio Ramón Ribeyro, «son
siempre provisionales, rectificables y, a menudo, están directamente
desmentidas por la propia obra». Invoco esta mañana al autor de La Tentación del Fracaso como una manera
de invitar al público a poner anticipadamente en entredicho las afirmaciones
que pudiera aventurar en esta charla, y a la vez como una forma de despertar su
interés por las novelas que me han invitado a comentar, y si no por las novelas
al menos por los temas que ellas pretenden poner de manifiesto.
Pero antes de referirme a esos libros
quisiera reflexionar en torno de un asunto que es anterior a toda publicación y
a la escritura misma: la vocación. ¿Cómo es qué alguien llega a ser escritor y
no ingeniero, arquitecto, astrónomo o político? ¿Es elección o destino? Y, si
es elección, ¿en virtud de qué insensatas convicciones una persona decide
encerrarse consigo mismo varias veces al día para escribir páginas que nadie le
ha pedido y pretender hacer de eso una forma de vida?
Muchos autores, entre ellos el propio
Ribeyro, explican la circunstancia a partir de cierta predisposición de tipo
familiar inscrita en nuestro código genético. Así como en otras familias hay
inclinación por las matemáticas, la medicina o los deportes, en algunas hay
tendencia hacia la actividad intelectual, puntualmente la literaria.
Durante mucho tiempo —sabiéndome
bisnieto y nieto de poetas, primo y sobrino de escritores y pariente de
personajes vinculados al mundo de las letras— he pensado que pertenecía a ese
tipo de autor: el que hereda una tradición sanguínea (aunque no necesariamente
la enaltece). Sin embargo, algo no calza en ese razonamiento pues, si el ADN
bastara para transmitir una vocación, entonces alguno de mis hermanos o primos
directos también habría sido irradiado o contagiado por ese mismo virus, y no
ha sido el caso. Entre ellos hay periodistas, lingüistas, psicólogos, artistas
plásticos, abogados, informáticos, chefs, instructores de yoga, lectores del calendario
maya, tenistas frustrados, peluqueros aficionados, saltimbanquis, timadores y
no pocos vagos sin oficio.
Además, después de acometer una larga
investigación familiar, que supuso remover los cimientos de mi apellido y
procedencia, concluí que quizá la proclividad a narrar, es decir, a mentir, no fuera
tanto una herencia de esos hombres ilustres a los que me enseñaron a admirar
como sí de las mujeres que los amaron y que, por solidaridad, para ahorrarles
vergüenzas o sencillamente porque no supieron actuar de otra manera,
mantuvieron las verdades familiares bajo un silencio de siglos.
Debe existir, por lo tanto, otra
influencia además de la adquirida genéticamente para explicar el surgimiento de
una vocación literaria. Me refiero a un elemento innato, consustancial al
carácter del individuo y que —en el caso de los autores sin antecedentes
familiares— es el factor predominante: una personalidad introvertida, un
comportamiento antisocial, una inquieta curiosidad por el mundo, algo que va
anunciando ya desde los primeros años ese estado general de incomodidad que
delata a un escritor. Un escritor, por definición, es alguien que se siente
incómodo. Incómodo respecto de su entorno, de su procedencia, de su origen, de
su lengua, de su aspecto, de sus limitaciones, y que aprende a convivir con ese
malestar emocional, que al inicio es fluctuante y sospechoso, pero con los años
va tornándose continuo y evidente.
Ahora bien, el carácter del sujeto
siendo vital no es suficiente para explicar una vocación por la literatura.
También influyen factores externos al individuo, que van desde la educación que
recibe (o que no recibe), el ambiente en que transcurre su infancia, e incluso
el más absoluto azar: un viaje impensado que a la larga resultó decisivo; un accidente
que se hizo imborrable; la visita a una biblioteca que resultó llamativa; o el
contacto con una persona cautivante que ejerce cierta atracción, tutelaje o
dominio.
Creo que no sería escritor si dentro
de mi sistema familiar hubiese ocupado un lugar distinto del que me tocó. Ser
el segundo hijo de un elenco de tres fue, a la larga, una circunstancia tan
azarosa como esencial. Marcado por esa posición medular, como un péndulo entre
los afectos exaltados que suelen inspiran el hijo mayor y el menor, los hijos
del medio solemos pasar desapercibidos. Esa suerte que en la infancia se torna
ingrata, sin embargo, favorece un desapego que la literatura con el tiempo
recompensa. En su libro de ensayos y columnas El lenguaje materno, el escritor alejandrino Fabio Morábito escribe
esta defensa del hijo del medio:
«En los cuentos de hadas prevalece el número tres. Había
tres hermanos que un día dejaron la casa de su padre en busca de fortuna;
el mayor hizo tal cosa, y fracasó; el del medio hizo lo mismo, y fracasó;
el menor hizo todo lo contrario y logró lo que quería. Este esquema se
repite hasta la saciedad. El hijo menor, el benjamín, triunfa donde sus
hermanos más expertos fracasan. Claro, piensa uno: al ver su fracaso,
aprendió; su triunfo se debe en parte al revés de ellos, pero esto no se
dice nunca en los cuentos de hadas, como tampoco se dice nada del hijo del
medio, que es el que pasa más inadvertido de los tres. El mayor fracasa, pero
le toca la gloria de abrir camino y recibe toda la atención del narrador;
ni qué decir del más chico; en cambio, del segundo no se dice casi nada,
pues su función es repetir los pasos del mayor para proporcionarle al más
chico la prueba irrefutable de que la conducta seguida por sus hermanos es
errónea. Así, el hijo del medio apenas ocupa espacio en los cuentos, y sin
embargo es el único de los tres hijos que merece el calificativo de interesante. Fracasa como el
hermano mayor, pero con una conciencia del fracaso que le falta a
aquél, porque, en el fondo, fracasa adrede; sabe que sólo después de un
doble fracaso su otro hermano, el más chico e indefenso, tomará el rumbo
correcto. Su concepción del fracaso es pues relativa, igual que su
concepción del éxito y también su concepción del propio cuento, pues sabe que
cada hermano depende de los otros, y que por lo tanto es falso que con
cada uno recomienza la misma historia. Lejos de ser un mero repetidor del
primogénito, el hijo del medio es el único que entiende cabalmente la
situación y el único capaz de rebelarse contra ella. Le debemos nuestra
insubordinación a los cuentos de hadas. Fue gracias a su radio de
visión, mucho más amplio que el de sus dos hermanos, que pudimos atisbar
un nuevo tipo de personajes y de historias, sin vencedores ni vencidos y
sin triadas ni dual- ismos. El arte de la novela es un perpetuo tributo a
ese hijo sin brillo»
Junto con esa condición de hijo
medular, sándwich, sin brillo, es inevitable no referir a dos hombres que me
ayudaron a descubrir que, por encima del resto de mis intereses dispersos,
estaban los libros y que en lo sucesivo me tocaría arreglármelas con las palabras
y el lenguaje. Uno de ellos fue Luis Jaime Cisneros, hermano mayor de mi padre,
en cuya casa aprendí a leer y escribir; y el otro el poeta Eduardo Chirinos,
cuyos consejos y amistad iluminaron los penumbrosos días de inicios de los años
noventa en que me preparaba malamente para ingresar a la universidad sin saber
del todo qué carrera o rumbo quería seguir.
Todo lo antes mencionado, sin embargo,
la disposición genética, la personalidad o psicología, los factores
extraliterarios, el azar, las influencias resultan secundarios ante el elemento
que de veras decide la vocación del escritor y que es, sin duda, la decisión de
serlo. De nada sirve reconocer la vocación si no se asume.
En “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”,
Borges dice: «Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en
realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para
siempre quién es». Sobre el final de ese mismo cuento —que trata de la noche en
que un hombre, el sargento de la policía rural Tadeo Isidoro Cruz, enfrenta a
un criminal— leemos: «…Mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo
combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es
mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro.
Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo
destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él».
De eso trata la vocación literaria
cuando es genuina: de comprenderla y aceptarla seriamente. No de evadirla ni
menospreciarla como si fuese una excentricidad pasajera, sino de hacer todo lo
posible porque se cristalice, aún cuando eso no dependa de la voluntad del
autor, sino apenas de su persistencia e intuición. «La literatura es el único
ámbito de la vida», nos recuerda el argentino César Aíra, «donde la frase
popular QUERER ES PODER no sirve absolutamente para nada». Antes ya lo había
advertido Vallejo: «Quiero escribir pero me sale espuma, quiero decir muchísimo
y me atollo».
Uno, pues, no escribe los libros que
quiere sino los que puede con lo poco que tiene a la mano. Uno no escribe «lo
que tenía pensado escribir» sino lo que efectivamente escribe cuando se sienta
y empieza a juntar unas palabras con otras. Uno no escribe ni siquiera sobre lo
que conoce, sino —palabras de Omar Pamuk— «sobre lo que no sabe que sabe».
En marzo del 2008, en Buenos Aires, le
conté al escritor argentino Federico Andahazi un fragmento de la historia de mi
padre. Nos encontrábamos en un evento al que asistí en calidad de periodista.
Andahazi, entusiasmado con mi relato o haciendo como si le hubiese
entusiasmado, me preguntó: ¿vos escribís? Recuerdo haber sentido su pregunta
como una impugnación, como si hubiese querido averiguar confidencialmente si yo
formaba parte de alguna secta. Después de varios segundos de pensar firmemente
que lo decente era responderle «no» (al fin y al cabo, entonces «solo» era
poeta), le dije que sí. Andahazi me miró directo a los ojos detrás de los
cristales de sus lentes y con un ademán de profesor me advirtió: «esto que me
has contado tienes que escribirlo ya». Hubo algo en la determinación de sus
palabras que resonó en mi interior ese y los días siguientes. Quizá me gustó
que se refiriera implícitamente a la escritura como un asunto de vida o muerte,
como una obligación que, si no es honrada, puede depararle al infractor sufrir
graves consecuencias.
Aunque no escribí nada durante muchos
meses, creo que esa noche tomé la decisión de ser escritor. O al menos de ser
el escritor de una novela. La novela sobre mi padre. En los años que siguieron
—mientras vivía, malvivía o sobrevivía gracias al periodismo— nunca dejé de
leer ni escribir. No podría haberlo hecho. Las novelas eran una válvula de
escape al trabajo extenuante de la redacción en el diario. Hacer periodismo era
asistir notarialmente a un espectáculo donde cundía la mediocridad y
degradación de los seres humanos, en cambio la literatura era la visita guiada a
un mundo donde incluso la mediocridad y la degradación de los seres humanos obedecían
a un propósito artístico, es decir, espiritual. Durante esa época como en
ninguna otra entendí que la misión de la literatura es corregir la realidad,
aumentarla, robustecerla, mejorarla, y darle el sentido del que en el fondo
carece. Fernando Pessoa sostenía «la literatura, como el arte en general, es la
demostración de que la vida no basta». Creo que uno sabe que es escritor
exactamente en ese momento de perplejidad: cuando sientes que la vida no basta.
Cuando requieres de vidas paralelas, vidas artificiales que muchas veces hacen
ver a las «reales» como mecánicas y ordinarias. Uno sabe que es escritor cuando
experimenta la necesidad imperiosa de narrar para nombrar un hecho y así comprenderlo
o intentar comprenderlo. Cuando escudriña a sus interlocutores esperando que se
revele en ellos el rasgo psicológico que pueda nutrir a un futuro posible
personaje. Y cuando utiliza las vivencias propias como armas arrojadizas con el
objetivo de afirmar su lugar en el mundo. «El escritor», ordenaba Camus, «debe
dinamitar su biografía y construir con los escombros los ladrillos de su
escritura».
Escribí La distancia que nos separa una década después de la muerte de mi
padre, cuando su ausencia dejó de parecerme llevadera y varias zonas de su
pasado —su juventud en la Argentina, su formación militar, su vida política, su
deriva sentimental— de pronto se me revelaron enigmas de cuya resolución
dependía mi estabilidad emocional.
También me aboqué a la escritura de
ese libro seducido por la complejidad del personaje que mi padre me había
heredado. Un general del Ejército que simultáneamente inspiraba respeto e
infundía terror. Admirado en los cuarteles y temido en las calles. Hombre
fuerte de la derecha, clave en el diseño de la estrategia antisubversiva en la
primera hora de Sendero Luminoso, pero a la vez verdugo de sindicalistas,
activistas de la izquierda peruana y medios de comunicación críticos, contra
los que disponía medidas extremas dentro de la ya extrema dictadura militar de
los años setenta. Un alto oficial lleno de distinciones y condecoraciones, pero
también amigo y potencial colaborador de genocidas. En fin, un hombre duro,
disciplinario, famoso. Un padre cuyos afectos eran de un hermetismo invencible.
Tantas paradojas juntas propiciaron, a
la hora de la investigación y la escritura, un sostenido pugilato entre el Hijo
y el Escritor. Es decir, entre el deseo de no cuestionar el mito paterno y la
urgencia por derribarlo; entre el miedo a averiguar más de la cuenta y el
hambre de saberlo todo; entre el hijo que no quería sentirse delator y el
escritor que no quería sentirse hijo. Uno sabe que es escritor cuando abandona
los cuestionamientos morales, se emancipa del ciudadano que también es y acepta
sin vacilaciones su naturaleza caníbal, vampírica, carroñera. Por eso es fácil
coincidir con Alonso Cueto cuando en La piel
de un escritor dice «el escritor es un buitre que se alimenta de
conflictos».
DIGRESIÓN
Cuando era niño,
en los años ochenta, era fanático de las películas de espectros, brujas,
vampiros, espíritus y monstruos; de las películas o del pavor adrenalínico que
me producía verlas. Muchas de esas criaturas habitaban los cuentos que por esa
época se me dio por escribir: historias tétricas sobre hombres lobos, viudas
negras y monstruos colmilludos que vagaban por la noche en busca de víctimas.
Eran los años en que la guerra interna se desarrollaba lejos y cerca de mi
entorno: lejos, porque ocurría allá, fuera de Lima, en la sierra del Perú, y
cerca porque uno de los hombres que la protagonizaba, desde la retórica y la
ingeniería de la guerra, era mi padre. Con los años, pero sobre todo con el
ejercicio de la escritura —que tiene mucho de interpelación psicoanalítica—, se
me ha hecho imposible desligar ambos cuadros: el niño que se esconde, a
oscuras, para ver esas ficciones que le producen vértigo y pánico, y que luego
se encierra a escribir relatos de seres cruentos y sanguinarios, y la gran
violencia que transcurre detrás, con toda su terrorífica carga de muertos,
ajusticiados y desaparecidos.
La pugna entre el ciudadano y el
narrador, quizá porque se desarrolla en el umbral de lo consciente y lo
inconsciente, lo vivido y lo soñado, es un anticipo de esa otra tensión natural
que irrumpe durante el trabajo de escritura: la realidad versus la ficción. Y
aunque ya se sabe que es el lector, no el autor, quien decide qué es real y qué
no en una historia, son frecuentes los debates literarios acerca de ese tópico.
Se trata, en el fondo, de un debate inacabable, circular pues las respuestas a
que se suele arribar son, en el mejor de los casos, insatisfactorias.
Cuando publiqué La distancia que nos separa dije que se trataba de una novela de
auto-ficción. Lo hice pensando menos en discutir con teóricos y críticos y más
en resaltar la condición novelesca del libro ante posibles lecturas
prejuiciosas, sobre todo de mis familiares, que tal vez, pensaba entonces,
tomarían el relato como una suerte de testimonio periodístico sin ficción o
como una biografía definitiva de mi padre. De nada sirvió tanta cautela. Muchos
familiares se decepcionaron de la novela, y ciertos críticos no tardaron en
levantar la ceja como si ignoraran —o tal vez ignorando— los conocidos
antecedentes del género. La autoficción data, literalmente, de 1977, cuando el
escritor francés Serge Dubrovsky, tras la publicación de su novela Fils, acuñó el término definiéndolo como
«una ficción de acontecimientos y de hechos reales». Ese año,
coincidentemente, fueron publicadas otras dos novelas que perfectamente se ceñen
a esa descripción: La asesina ilustrada, del español Enrique
Vila-Matas, y La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa.
Por supuesto ya antes se habían
publicado infinidad de libros de esa misma estirpe, desde Retrato de un artista adolescente, de Joyce hasta Persona non grata, del chileno Jorge
Edwards, pasando por El nacer del día,
de Collete, Nadja, de Breton, y De un castillo a otro, de
Celine. En los últimos años títulos como Los anillos de Saturno, del alemán Sebald; Experimentos con la verdad, de Paul Auster, El adversario, del francés Emanuelle Carrere; el proyecto Mi lucha del noruego Knausgard o Soldados de Salamina, del español Javier
Cercas se han convertido en distinguibles hitos de esta larga tradición
autoficcional.
En
una entrevista de hace unos años, al ser consultado sobre esta polémica, Vila
Matas comentó: «Muchos años antes de que oyera hablar de autoficción, recuerdo
haber escrito un libro que se llamó Recuerdos
inventados, donde me apropiaba de los recuerdos de otros para construirme
mis recuerdos personales. Todavía hoy sigo sin saber si eso era o no autoficción.
El hecho es que con el tiempo aquellos recuerdos se me han vuelto totalmente
verdaderos. Lo diré más claro: son mis recuerdos».
Confieso que, en un primer momento,
por pudor o inseguridad, intenté escribir una ficción clásica para abordar la historia
de mi padre. Durante casi una treintena de páginas El Gaucho Cisneros se llamó El
General Arróspide y luego El Turco Sequeiros. En cada relectura, sin embargo,
no hacía sino confirmar el equívoco. Recurrí entonces a un sinnúmero de novelas
que me sirvieron de espejo o paradigma para ver cómo los autores resolvían la
duda al momento de retratar a sus padres. Busqué los clásicos Carta al padre, de Kafka; El primer hombre de Camus o Pedro Páramo de Juan Rulfo, pero luego
sumé otros muy importantes como El olvido
que seremos, de Héctor Abad Faciolince; Tiempo
de vida, de Marcos Giralt Torrente; Mi
oído en su corazón, de Hanif Kureishi; Experiencia,
de Martin Amis, Mi padre y yo, de
J.R. Ackerley; Patrimonio, de Phillip
Roth; La muerte del padre, de Karl Ove Knausgard; Fallas de origen, de Daniel Krauze; Un comunista en calzoncillos, de Claudia Piñeiro; Otra noche de mierda en esta puta ciudad,
del norteamericano Nick Flynn y Zipper y
su padre, de Joseph Roth.
Esas lecturas
recalcaron lo que ya sospechaba: debía tratar a mi padre como si no fuera mi
padre, como si fuese un personaje que se llamara igual que mi padre, así el
yo-narrador podría apelar a un tono neutral, que era el que más convenía a un
libro que no podía permitirse ser melodramático (al menos no en exceso). Esta
decisión tenía esa excusa digamos técnica pero abrazaba una intención de fondo,
pues al usar el nombre real de mi padre la novela, o sea la literatura, se
tornaba en un territorio donde el hijo —como un acto de emancipación antes que
de venganza— podía crear o procrear a su padre, gestarlo, inventarlo, insuflarle
vida gracias a la biología del lenguaje y someterlo, por fin, a sus normas,
reglas y procedimientos. Un padre autoritario siempre pretende escribir a sus
hijos: moldearlos a su antojo, formarlos según sus códigos, imponerles una
moral. Muchos hijos son eso: una extensión del padre, una sucursal ideológica
del padre, cincelados tan a su imagen y semejanza que jamás llegan a
independizarse de esa figura y viven subyugados, privados de la auténtica
libertad, buscando en cada uno de sus actos no fallarle al modelo. Escribir, en
cierta forma, es un acto de rebeldía ante ese deseo del padre de reproducirse a
través del hijo. Uno escribe para ser libre. Como dice Javier Cercas en su
última novela, El monarca de las sombras,
uno «escribe para no ser escrito».
En Dejarás
la tierra, la precuela de La distancia
que nos separa, novela sobre la familia, el pasado, la herencia y el
destino, el tono cambia. Siempre he creído que en el corazón de toda historia
habita una anécdota central que define el tono general del relato. Si en La
Distancia la desaparición del padre —tragedia y bálsamo al mismo tiempo— exigía
una voz emotiva pero neutral, en Dejarás
la tierra los enredos endogámicos, adulterinos e ilegítimos —que explican
la oscura génesis de la familia Cisneros, pero también el surgimiento de la
nueva república— invitaban al tono épico y melodramático.
En ambos libros
hay, eso sí, una preocupación común: la reconstrucción de la memoria, entendida
ésta no como instancia política sino como la única vía de estructurar el pasado
o, más bien, de darle coherencia (Nietszche decía: «darle
coherencia al pasado es una obligación artística»). Esta operación arqueológica,
aún cuando pretende ser fiel a los recuerdos vividos, es eminentemente literaria,
pues todo recuerdo ya es ficción, más aún el recuerdo escrito, que es el artificio
mayor, pues en su intento de reconstruir edita, opina, suplanta, falsifica. El
dicho popular «recordar es volver a vivir» acepta gracias a la literatura el
siguiente matiz: «recordar es empezar a mentir». En las novelas se dice la verdad
mintiendo, porque en las novelas —cito a Vargas Llosa— «la verdad y la mentira
no son categorías morales sino puramente estéticas».
No quiero terminar este recorrido sin
agradecer la complicidad de los lectores. Su generosidad con estas dos novelas me
ha permitido constatar que la autoría de una obra es siempre colectiva: no en
términos de ejecución, sino de producción de sentido. Las novelas solo alcanzan
la plenitud de su sentido con el lector, no antes. Los lectores —interpretando
y a veces malinterpretando— le explican al autor la profunda verdad de sus
libros. El yo, incluso el más personalista, es en el fondo coral. Cuando uno
habla de su intimidad habla de la intimidad del lector. Cuando hablo de mí estoy
hablando de ti. Me observo para observarte. La fluidez de ese juego de espejos
es el único éxito en el que creo. El único que vale la pena estimular y
perseguir. El único que justifica esta vocación inútil.
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